domingo, 14 de mayo de 2017

El fantasma del "entierro prematuro" (Edgar Allan Poe) presente en la Recoleta

"Se depositó a la dama en el panteón familiar, que no visitó nadie durante tres años consecutivos. Al cabo de ese tiempo fue abierto para recibir un sarcófago, pero ¡ay!, ¡qué espantosa conmoción esperaba al marido, que abrió en persona la puerta! Cuando las hojas de ésta se abrieron hacia afuera, algo vestido de blanco cayó crujiendo en sus brazos. Era el esqueleto de su esposa envuelto en su sudario aún intacto.
Una cuidadosa investigación puso en claro que la dama habíra revivido a los dos días de su sepelio, que sus forcejeos dentro del ataúd habían hecho caer éste de su apoyo o repisa al suelo, donde quedó lo bastante roto para para permitirle salir de él. Se encontró una lámpara vacía que, accidentalmente, se había dejado llena de aceite en el interior de la tumba, si bien el combustible pudo consumirse por evaporación. En el más alto de los peldaños que descendían al interior de la tétrica cámara, había un gran trozo de ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado atraer la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras se ocupaba en esto, se desmayó probablemente o quizá murió de miedo; y al ir a desplomarse su sudario se engancharía en algún saliente de los herrajes del interior."


"Como todos los cementerios, el de la Recoleta tiene anécdotas -desde las curiosas a las picarescas- y alguna leyenda de ultratumba. Entre las curiosidades, cabe mencionar un dispositivo eléctrico que, según se dice, mandó a instalar Alfredo Gath - de la gran tienda Gath & Chaves- en su ataúd triple, para poder abrirlo desde adentro por medio de un pulsador que se colocó en su mano. Un mecanismo similar permitía abrir la puerta de la bóveda. El fantasma del "entierro prematuro" se hallaba instalado en el imaginario y no sólo a través de lecturas de Edgar Allan Poe."

Fragmentos de:
"El enterramiento", Edgar Allan Poe
"Historias ocultas en la Recoleta", María Rosa Lojo


lunes, 9 de marzo de 2015

La intrusa, Pedro Orgambide

Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día en que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico.
El año pasado, sin ir mas lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento.Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González - me dijo el Gerente - lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería.Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera , la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

En La buena Gente, Sudamericana, 1970


martes, 9 de septiembre de 2014

León Tolstoi, Carta sobre el suicidio (fragmento)


" La cuestión si el ser humano tiene -en general- el derecho de suicidarse, está mal planteada. En realidad el problema no se debe plantear respecto al "derecho": en el momento que el ser humano tiene la posibilidad de suicidarse, tiene también el derecho de hacerlo.
Yo pienso que tal posibilidad de auto-destruirse, que nos ha sido dada, representa una válvula de seguridad.
Ya que el ser humano puede suicidarse, no tiene el derecho - y aquí tal término se encuentra en el lugar adecuado- de decir que la vida le es insoportable. Si la vida se nos deviene insoportable, podemos recurrir al suicidio; por lo tanto ninguno de nosotros puede lamentarse de la intolerable dureza de la propia vida. Fue dada al ser humano la capacidad de suicidarse, por lo tanto lo puede hacer, tiene el derecho de hacerlo. Y continuamente él mismo hace uso de este derecho, suicidándose en duelos, en guerras, con los excesos, o con el alcohol, el tabaco, el opio, etc.
No se puede sólo preguntar si es razonable y moral -estos dos términos son inseparables- suicidarse.
¡No! Suicidarse es irracional, así como tallar los retoños de una planta que se quiere extirpar. Ésta no morirá, crecerá irregularmente, eso es todo. La vida es indestructible, está más allá del tiempo y del espacio. La muerte no puede más que cambiar la forma, poniendo fin a la manifestación en este mundo. Pero renunciando a la vida en este mundo, yo no sé la forma que ésta tomará de nuevo, si me será más grata y en segundo lugar yo me privo de la posibilidad de aprender y adquirir el provecho de mi yo, todo aquello que hubiese podido aprender en este mundo. Por otra parte y sobre todo, el suicidio es irracional porque, renunciando a causa del disgusto que ella me provoca, yo muestro tener un concepto errado de la finalidad de mi vida, suponiendo que sirve para mi placer, mientras ella tiene por finalidad, de un lado, mi perfeccionamiento personal y por el otro la cooperación a la obra general que se cumple en el mundo.
Y es por esto que el suicidio es inmoral. Al hombre que se suicida, la vida le fue dada con la posibilidad de vivir hasta su muerte natural, a condición de ser útil a la obra general de la vida y él, después de haber disfrutado de la vida, hasta que le parezca agradable, ha renunciado a ponerla al servicio de la utilidad general, apenas le sea desagradable; mientras verosímilmente él empezaba a hacerla útil en el preciso instante en el cual su vida se endurecía, porque cada obra comienza con sufrimiento. "


Liev Nikoláievich, conde de Tolstoi -
(Rusia, 1828-1910)


lunes, 11 de agosto de 2014

La Revolución, cuento de Slawomir Mrozek


En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición favorita.
Pero al cabo de cierto tiempo, la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por “ese cierto tiempo”. Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez, “cierto tiempo” también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario...




viernes, 11 de julio de 2014

"El deporte puede cambiar al mundo", Nelson Mandela

En los años previos al Mundial de Rugby en 1995, Sudáfrica vivía en pleno ‘apartheid’, blancos y negros buscaban cualquier pretexto para enfrentarse entre ellos. Uno de tantos pretextos era el rugby. Los ‘Springboks’, como se conoce a la selección nacional de Sudáfrica, era un símbolo del poder blanco. Todos sus jugadores menos uno eran blancos y sus aficionados eran blancos y críticos con Mandela. Se daba la irónica situación de que los sudafricanos negros animaban al rival de Sudáfrica, fuera el país que fuera, con tal de que los ‘Springboks’ no ganaran partidos.
Tal situación hizo ver a Mandela la necesidad de conseguir la unión entre blancos y negros y vio que la única forma de conseguir sería a través del deporte. Mandela no se equivocó. Un año antes del inicio del Mundial Mandela activó la máquina para lograr que todos los sudafricanos, independientemente del color, animasen a los ‘Springboks’.
La historia a partir de ahí la explica de forma formidable el periodista John Carlin en su libro ‘El factor humano’. Carlin vivió en primera persona aquellos años desde su corresponsalía en el país sudafricano. El libro, que posteriormente fue llevado al cine por Clint Eastwood como ‘Invictus’ cuenta la historia de cómo Mandela logró convencer a un país dividido de unir sus esfuerzos para animar a la selección de Sudáfrica de rugby.
Todo empezó cuando Nelson Mandela se reunió con François Pienaar, capitán de unos criticados ‘Springboks’. Mandela le trasladó su idea y le pidió que recorrieran el país el año previo al mundial dando pequeños entrenamientos en las regiones más desfavorecidas a los niños negros del país. Además también le dio al capitán de los ‘Springbooks’ un poema, ‘Invictus’, unos versos que leía Mandela durante sus años de condena en Robben Island.
Pienaar recibió con agrado la petición de Mandela y fue uno a uno convenciendo a sus compañeros, todos blancos, menos uno, Chester Williams, el único jugador negro del combinado nacional.
La actitud de Mandela le trajo muchas críticas de sus votantes. Desde su propio partido no se entendía como Mandela, que había celebrado en la cárcel las derrotas de los ‘Springboks’, se había convertido en un defensor de un equipo ‘de blancos’. A pesar de las críticas, Nelson Mandela siguió adelante, confiando en la más que improbable buena actuación de la selección.
Fue un mundial memorable e irrepetible. Logró poner a todo el pueblo sudafricano tirando para el mismo lado y lo transformó por primera vez en una masa única. En este torneo, el país ganó y Mandela fue el encargado de entregarle la copa a Steven Pienaar, el capitán del equipo. En ese momento- retratado magníficamente en la foto que ilustra la portada de El factor humano- termina el libro. Se terminan los años de división y se termina esta historia de película, que podría interpretarse como una historia llena clichés si no fuese porque realmente sucedió.
Por: Alejandro Rodríguez-Cadena Ser/AP/EFE
Fuente: http://www.notitarde.com/Deportes/Mandela-El-deporte-tiene-el-poder-de-cambiar-el-mundo/2013/12/06/286142




domingo, 4 de mayo de 2014

Gustalin, cuento de Marcel Ayme

Al escuchar el ruido de los zuecos sobre la arenilla del patio, era su mujer que salía de la cocina, Gustalin cerró el libro y lo deslizó entre un montón de viejas cámaras de aire que ocupaban un rincón del banco de artesano. Con la oreja tendida, mirada interior de la ansiedad, tomó al tanteo una lima y se inclinó sobre el torno. Los pasos se acercaban. Hizo rechinar la lima sobre el acero y quiso silbar una melodía, pero no le salía el silbido, la cabeza no lo ayudaba para nada. Finalmente, los pasos se detuvieron a mitad del camino entre la cocina y el garage. Su mujer entraba en la cuadra para dar comida a las bestias. Con un suspiro de convalecencia dejó la lima, y mientras miraba hacia las cámaras de aire, un destello de concupiscencia brilló en sus ojitos azules. Salvo imprevistos, la Flavia tenía por lo menos para un cuarto de hora tanto en las cuadras como en la granja y él escucharía cuando ella cerrara la puerta. Era de esperar que no saliera por la puerta posterior de la casa y que, como la hierba ahogaba el ruido de sus pasos, no echara una mirada en el taller desde la ventana del fondo. Había pocas posibilidades, pero había ocurrido algunas veces. Su mano vaciló, luego, con el gesto certero de los ladrones, llevó el volumen al medio del banco. La tapa de cartón rosado, en el reverso sólo tenía el precio escrito: dieciséis francos, poco más o menos, todas las economías clandestinas que había realizado en seis semanas.
El calor le subió a la cara, no a causa del peligro, sino de la excitación que le prometía la lectura. Gustalin tomó el libro apoyando el pulgar sobre el grueso de las hojas, de donde algunas se escaparon aleteando.
Al pasar, envolvía con una mirada ardiente fotografías y dibujos sobre los cuales ya se había inclinado largo tiempo. Al pie de la página 105 encontró la frase que había debido abandonar poco antes. Volvió a leerla desde el principio, a media voz para sentir un placer mayor:
"Por la acción de esos resortes, el disco receptor, cuyas dos caras están provistas de platos de fricción de un material especialmente estudiado, se encuentra atrapado entre el plato móvil y el volante del motor"...

Extraído de El erotismo en la literatura, Editorial Quintana, 1970

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